Relato 15 – De camino a Vardzia.

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La fortuna no suele venir a nuestra casa a buscarnos. Hay que provocarla. Nunca se sabe, en que vuelta de esquina aparece el décimo premiado, así que nada mejor como ponerse unas buenas botas y empezar a caminar. Cuantas más esquinas dobles, la probabilidad de encontrarte cosas buenas aumenta y así andábamos nosotros, dejando nuestro destino en las manos de un GPS, aún sabiendo, que el rumbo que nos marcaba era equivocado. Hay que rendirse ante la evidencia, que en el fondo las cosas tienen sus planes secretos, tú no sabes muy bien porque, pero te dejas llevar y si bien la carretera para ir a Vardzia, es más rápida vía Borjomi, ir dirección Baghdati, fue más largo y tortuoso, pero nos dio una grata sorpresa.

Después de Baghdati, sin esperarlo y sin previo aviso, la carretera dejo de existir como tal, y se convirtió en un camino polvoriento. Los optimistas sabemos concentrarnos en las cosas positivas, asi que nos dejamos maravillar, por los encantos del llamado Pequeño Cáucaso, última barrera montañosa de la gran cordillera, cuya altitud media está en torno a los 2.000 metros. Los bosques de robles, castaños y hayas con riachuelos, daban paso a escarpadas montañas repletas de abedules, pinos y abetos. El camino serpenteaba por las abruptas laderas, buscando los collados, donde atravesar la empalizada, que suponen estas montañas, cuando de repente, decenas de vacas aparecieron ante nuestra vista y el bosque fue remplazado por praderas altas y prados alpinos, salpicados con rododendros en flor.

A lo lejos, algo llamó nuestra atención. Una concentración anormal de vehículos, caballos y de personas se divisaba en lo alto de la colina. Decidimos acercarnos y, a la manera georgiana, fuimos invitados, sin moderación, a participar en la celebración, que allí acaecía. En un inglés, más que mejorable, nos indicaron, que habíamos llegado en el instante preciso y que, en breve, comenzaría la carrera de caballos. No podíamos creer en nuestra suerte. Una bandera georgiana, un fusil y una bengala dieron la salida y unos siete caballos, comenzaron una carrera en los prados. El público, situado en la cima de la montaña, seguía desde las alturas, como los jinetes luchaban por conseguir la codiciada bandera. La escena era, como sacada de un documental, dos jinetes, en medio de la nada, galoparon más rápido que el resto por los prados alpinos, hasta que finalmente, solamente uno, agarró la bandera y ante la aclamación popular, fue a depositarla entre las rocas, para que ondeara en lo alto de la segunda colina, que aparecía un poco más abajo.

Bajamos con el gentío al pequeño valle. Mientras las monjas vendían, todo tipo de objetos, para recaudar dinero, para construir la nueva iglesia, unas ollas enormes humeaban entre las manos expertas, que retorcían una masa blanca, que convertían en queso. Un escenario, en medio de la montaña, se había montado. Decenas de personas, ataviadas con el traje típico, se preparaban para bailar y cantar en lo alto de las montañas. El sol lucía. El vino y el queso se servían a raudales.

Pudimos disfrutar de una música tradicional, rica y vibrante, la tradición polifónica, más antigua del mundo cristiano, estaba a nuestro alcance, en un escenario digno de un rey. A través de un fastuoso repertorio, los hombres cantaban, un tenor dirigía la canción, y las otras voces improvisaban, con o sin acompañamiento de instrumentos locales. Llegó el turno de las bailarinas, que deslizándose como cisnes, nos dejaban absortos. Un bailarín supo bailar guardando el equilibrio, con una botella en la cabeza. Finalmente, varios grupos de chicos realizaron espectaculares saltos, vueltas, y giros increíbles, bailando sobre los dedos de sus pies y blandiendo espadas dando un espectáculo que nos puso los pelos de punta.

Cómo y cuándo, llegamos a Vardzia, es otra historia, pero a menudo, cuando normalmente se busca otra cosa distinta, sin atarle nada a San Cucufato, como suele hacer mi tía María Dolores en casos desesperados, te encuentras con hallazgos afortunados e inesperados como este, que hacen que tu día sea portentoso.

El azar solo premia a quienes se atreven a jugar con él. Ya lo sabes, piérdete.