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En tiempos inmemorables cuando la gente todavía adoraba a los viejos dioses, en una colina, la más alta de la región de Samegrelo en la Georgia más occidental, crecía un árbol hercúleo con grandes ramas que ascendía hacia los cielos. Era un antiguo árbol sagrado donde en la quietud de la noche, y en ausencia de mujeres, los sacerdotes ofrecían sacrificios humanos, en el altar del dios del trueno, pidiendo a cambio fertilidad y prosperidad. La sangre de los ofrendados, en su mayoría niños, regaban, las raíces y el muérdago extendido por sus ramas, convirtiéndolo en un lugar tan aterrador, que ni las bestias ni los pájaros descansaban en sus ramas o en su sombra.
La Iglesia de Georgia, una de las iglesias cristianas más antiguas del mundo, proclamó la existencia de un Dios único, y tachó de idolatría y paganismo, la adoración de las divinidades de la naturaleza. Los que veneraban piedras, los adoradores de ídolos, los que encendían velas junto a peñascos o en las encrucijadas de los caminos y los que daban culto a árboles y fuentes, fueron perseguidos. Con el ánimo de erradicar las creencias paganas de los bárbaros que moraban estas tierras, no dudaron en atentar contra el dios que moraba dentro del árbol, mandando talar el roble sagrado.
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